X. ANTÓN CASTRO

La dimensión clásica que hace permanecer en el tiempo la imagen del arte como pintura, más allá de sus recurrentes y anunciadas muertes, adquiere un seductor y sutil aroma lírico cuando alguien la revisita con la desprejuiciada e inocente mirada de un poeta. Mirada que, siguiendo el curso de la conciencia postmoderna, el autor del poemario, como buen relator ecléctico, no hace más que reinventar desde referencias afines a su sensibilidad, reuniendo en un tiempo, que es el cuadro, el pasado y su presente. Y creo que es desde esta percepción como nos podemos acercar a la pintura de Carmen Touza, artista que refuerza el eclecticismo más lírico para penetrar en una tierna historia de sensaciones -las suyas ante la vida- o evocar relatos de otros tiempos, imaginar el paraíso festivo de la esperanza y ahondar en el recuerdo romántico de los sentimientos que conforman nuestra identidad, como sucede en su serie Alma de mujer. Para ello la pintora disecciona una galería de situaciones que nos sumergen en el sabor distante del cine clásico, acentuando la calidez de sus atmósferas deseadas con una intensa cromía que arranca a sus referencias más queridas. Referencias que ella reinterpreta en la delación de una planimetría de colores que rompen las tonalidades locales, sustituidas por los simbólicos pigmentos del alma, aquellos que Gauguin les afirmaba a los simbolistas y provocaron en los fauves y en Matisse tanto como en los wilden expresionistas germanos de Die Brücke un firmamento renovador y en los modernistas o en Klimt la nutrición ideal para concebir la pintura como un ejercicio inmaterial subordinado al dibujo. Citas que igualmente hallamos en el subconsciente formal de nuestra artista, redobladas por su coincidencia con los neoexpresionistas menos agresivos del ámbito berlinés de los eithies, en la línea de Castelli o Salomé.
Y es en el dibujo donde Carmen Touza incide para sublimar la humedad de sus colores primarios, diluyendo las escenas en la sensualidad de un horror vacui tan carnal y japonista en su joie de vivre como la sustancia que se esconde detrás de los nenúfares de Monet.
Si el pintor postmoderno reutilizaba estilos y épocas –lo hizo especialmente en los ochenta- en aras de afirmar su conciencia de bricoleur desideologizado para contar historias íntimas, pero también para reivindicar la autorreferencialidad del gusto kantiano por la pintura-pintura, Carmen Touza, que no diside de esa poética afirmativa, indaga, además, en los valores terapéuticos del color y en su frenética cualidad sinfónica, en tanto que cada uno de sus cuadros nos remite a la musicalidad latente en su concepción de partitura. Si componer es organizar un espacio, siguiendo el ritual armónico que el abate Condilac encontraba en la naturaleza, Carmen Touza eleva esa condición a un ejercicio de exactitudes y revierte la narración como significado al citado ritmo de la música, escondida como performance oculta entre la penumbra que imaginamos entre la misteriosa atmósfera gestual de sus espacios y el incendiario cromatismo de sus personajes. Personajes que se mueven entre la ternura y la razón o la pasión contenida, que, en definitiva, radiografían el espíritu de su autora y vehiculan la pintura, incluso cuando sus temas son naturaleza muertas o paisajes, como secreciones naturales de su ferviente conciencia estética.

X. Antón Castro